Prefacio y Artículos iniciales

Confesión de Augsburgo 1530 - I al XXI

Introducción Artículo XXII - Conclusión


LA CONFESIÓN DE AUGSBURGO

 

Confesión de Fe presentada en Augsburgo
Por ciertos Príncipes y Ciudades a
Su Majestad Imperial Carlos V
en el año 1530

«Hablaré de tus testimonios delante de
los reyes, y no me avergonzaré
»
Salmo 119:46

 

 

PREFACIO

Ilustrísimo, poderosísimo e invencible Emperador, clementísimo Señor: Hace poco tiempo Vuestra Majestad Imperial se dignó convocar aquí mismo, en Augsburgo, una dieta general, especificando expresamente las cuestiones referentes al turco, enemigo hereditario del nombre cristiano y del nuestro, y qué hacer para resistirle eficazmente con una ayuda perseverante. También deliberaría sobre el modo de tratar las diferencias en la santa fe y en la religión cristiana. Se dedicaría igualmente a escuchar, comprender y examinar entre nosotros, con caridad y bondad, las opiniones, pareceres y sentimientos de cada uno.

Se esforzaría en conciliar las opiniones y reducirlas a una sola verdad cristiana, eliminando todo aquello que, de una u otra parte,[1] hubiera sido interpretado o tratado incorrectamente, para obligar a adoptar u observar por todos nosotros una sola y verdadera religión. Y, así como estamos y combatimos todos bajo un solo Cristo,[2] así como nuestros familiares, habiendo sido convocados con los demás electores, príncipes y estados,[3] nos pusimos en camino, de tal modo que, sin gloriarnos por ello, hemos llegado aquí entre los primeros.[4]

Además, Vuestra Majestad Imperial –a fin de obedecer con toda sumisión al edicto de Vuestra Majestad Imperial, que hemos mencionado– se ha dignado expresar[5] en conformidad con el recordado edicto, con la más grande diligencia y de modo verbal, a todos los electores, príncipes y estados del deseo de que, en lo concerniente las cuestiones de la fe, cada uno, en virtud de la convocatoria de Vuestra Majestad Imperial, antes mencionada, pusiera por escrito, en alemán y en latín, y se lo hiciera llegar como respuesta, sus opiniones, pareceres y sentimientos sobre estos errores, diferencias y abusos. En consecuencia, después de haber reflexionado y celebrado consejo, se expuso el último miércoles a vuestra Majestad Imperial que, por nuestra parte, estamos dispuestos a entregar hoy, viernes,[6] nuestra declaración en alemán y en latín, según la proposición de Vuestra Majestad Imperial. Por este motivo, y para obedecer con toda sumisión a Vuestra Majestad Imperial, nosotros presentamos solemnemente y entregamos la confesión de fe de nuestros párrocos y de nuestros predicadores, que en su enseñanza y también nuestra fe, tal como ellos la predican, la enseñan y la observan, en conformidad con las Sagradas Escrituras y en la forma en que ellos la enseñan en nuestros países, principados, ciudades y territorios.

En completa sumisión a Vuestra Majestad Imperial, nuestro Señor muy clemente, nosotros estamos dispuestos –si los otros electores, príncipes y estados entregan también ellos ahora una doble declaración, escrita en latín y en alemán, de sus sentimientos y opiniones– a ocuparnos satisfactoriamente con sus queridos príncipes y los estados acerca de los caminos apropiados y convenientes, y ponernos de acuerdo sobre ellos, en la medida que lo permita la equidad. Intentando que, por ambos lados, en cuanto a partes, nuestras declaraciones escritas puedan ser tratadas con caridad y bondad en lo que dejan de desear y en lo que dividen, y que estas diferencias puedan ser reducidas a una sola y verdadera religión, así como nosotros estamos y combatimos  todos bajo un solo Cristo a quien tenemos el deber de confesar. Todo esto, según el tenor de edicto de vuestra Majestad Imperial, mencionado más de una vez, y según la verdad divina, en tanto que nosotros invocamos a Dios todopoderoso, con gran humildad, pidiéndole nos otorgue esta gracia. Amén.

Pero si, por respecto a nuestros señores y amigos, particularmente los electores, los príncipes y los estados de la otra parte, no hubieran ni progreso ni resultado en estos debates, en el sentido de la convocatoria de Vuestra Majestad Imperial –es decir, el modo de actuar entre nosotros, con caridad y bondad– al menos, por nuestra parte, nada faltará que pueda contribuir a la concordia cristiana, tal como se puede hacer con la ayuda de Dios y una buena conciencia. De esto Vuestra Majestad Imperial, así como nuestros amigos ya mencionados, los electores, príncipes y estados, y todo el que ama la religión cristiana y se enfrenta a estas cuestiones, se dignarán darse cuenta de buena gana y suficientemente, conociendo la confesión siguiente de nuestra fe y la de los nuestros.

Precedentemente,[7] Vuestra Majestad Imperial se dignó dar a entender a los electores, a los príncipes y a los estados del imperio, especialmente mediante una instrucción leída públicamente en la dieta habida en Espira, el año 1526, que, por los motivos en ella indicados, Vuestra Majestad Imperial, no tenía intenciones de tomar decisiones en asuntos concernientes a nuestra santa fe, sino, por el contrario, insistir diligentemente que el papa ordenara a la celebración de un concilio.

Hace un año, en la última dieta de Espira, por medio de una instrucción escrita, Vuestra Majestad Imperial hizo anunciar a los electores, príncipes y estados mediante el lugarteniente de su Majestad Imperial, el rey de Bohemia y de Hungría, etc., así como el orador de Vuestra Majestad Imperial y por comisarios señalados, que Vuestra Majestad Imperial había examinado el parecer del gobernador, del presidente y de los consejeros de la regencia imperial, así como el de los delegados de los electores, de los príncipes y de los estados ausentes, reunidos en la dieta convocada en Ratisbona,[8] parecer referente al concilio general, y que vuestra Majestad juzgó igualmente útil que este concilio se celebrara. Por otra parte, como los asuntos entre Vuestra Majestad Imperial y el papa se encaminaban hacia un buen entendimiento cristiano,[9] y Vuestra Majestad Imperial estaba seguro de que el papa no rechazaría tener el concilio general, Vuestra Majestad Imperial, por su  clemencia, estaba dispuesto a actuar en delante de tal modo que el papa consintiera, de acuerdo con Vuestra Majestad Imperial, en convocar lo antes posible este concilio general, y que nada impediría su ejecución.

En consecuencia, completamente sumisos a Vuestra Majestad Imperial y, además, en el caso antes mencionado,[10] nosotros nos ofrecemos a ir a un concilio general, libre y cristiano. En todas las dietas que Vuestra Majestad Imperial ha celebrado en el imperio durante su reinado, los electores, los príncipes y los estados han concluido la celebración del concilio, por altos y ponderados motivos. A este concilio general habíamos apelado también nosotros precedentemente, así como a vuestra Majestad Imperial, en loa forma y costumbre del derecho, por razón de estas muy importantes cuestiones. Nosotros permanecemos todavía interesado en esta problemática y aceptamos este modo de actuar u otro posterior. (Siempre que estas cuestiones, que nos dividen, sean comprendidas con caridad y bondad, según las palabras de Vuestra Majestad Imperial, y examinadas y solucionadas en la perspectiva de la unidad cristiana.) Esto es lo que nosotros testimoniamos y protestamos públicamente. Y he aquí la confesión de fe que en la nuestra y la de los nuestros, como sigue a continuación, distinguiendo artículo por artículo.

I. DIOS [11]

En primer lugar, se enseña y se sostiene unánimemente, de acuerdo con el decreto del Concilio de Nicea,[12] que hay una sola esencia divina, la que se llama Dios y verdaderamente es Dios. Sin embargo, hay tres personas en la misma esencia divina, igualmente poderosas y eternas: Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. Todas las tres son una esencia divina, eterna, sin división, sin fin, de inmenso poder, sabiduría y bondad; un Creador y Conservador de todas las cosas visibles e invisibles. Con la palabra persona* no se entiende una parte ni una cualidad en otro, sino que subsiste por sí mismo, tal como los Padres han empleado la palabra en esta materia[13].

Por lo tanto, se rechazan todas las herejías contrarias a este artículo, tales como la de los maniqueos[14], que afirmaron dos dioses, uno malo y otro bueno; también la de los valentinianos[15], los arrianos[16], los eunomianos[17], los mahometanos[18] y todos sus similares. También la de los samosatenses, antiguos[19] y modernos[20], que sostienen que solo hay una persona y aseveran sofísticamente que las otras dos, el Verbo y el Espíritu Santo, no son necesariamente personas distintas, sino que el Verbo significa la palabra externa o la voz, y que el Espíritu Santo es una energía engendrada en los seres creados.

II. EL PECADO ORIGINAL

Además, se enseña entre nosotros que desde la caída de Adán todos los hombres que nacen según la naturaleza se conciben y nacen en pecado. Esto es, todos desde el seno de la madre están llenos de malos deseos e inclinaciones y por naturaleza no pueden tener verdadero temor de Dios ni verdadera fe en Él. Además, esta enfermedad innata y pecado hereditario es verdaderamente pecado y condena bajo la ira eterna de Dios a todos aquellos que no nacen de nuevo por el Bautismo y el Espíritu Santo.

Al respecto se rechaza a los pelagianos[21] y otros[22] que niegan que el pecado hereditario sea pecado, porque consideran que la naturaleza se hace justa mediante poderes naturales, en menoscabo de los sufrimientos y méritos de Cristo.*

III. EL HIJO DE DIOS

Asimismo se enseña que Dios Hijo, se hizo hombre, habiendo nacido de la inmaculada virgen María, y que las dos naturalezas, la divina y la humana, están tan inseparablemente unidas en una persona[23] de modo que son un solo Cristo, el cual es verdadero Dios y verdadero hombre, que realmente nació, padeció, fue crucificado, muerto y sepultado con el fin de ser un sacrificio, no solo por el pecado hereditario, sino también por todos los demás pecados y así expiar la ira de Dios. El mismo Cristo descendió al infierno, al tercer día resucitó y está sentado a la diestra de Dios, a fin de reinar eternamente y tener dominio sobre todas las criaturas; y a fin de santificar, purificar, fortalecer y consolar mediante el Espíritu Santo a todos los que en Él creen, proporcionándoles la vida y toda suerte de dones y bienes y defendiéndolos y protegiéndolos contra el diablo* y el pecado. El mismo Señor Jesucristo finalmente vendrá de modo visible para juzgar a los vivos y a los muertos, de acuerdo con el Credo Apostólico.

IV. LA JUSTIFICACIÓN

Además, se enseña que no podemos lograr el perdón y la justicia delante de Dios por nuestro mérito, obra y satisfacción, sino que obtenemos el perdón del pecado y llegamos a ser justos delante de Dios por gracia, por causa de Cristo mediante la fe, si creemos que Cristo padeció por nosotros y que por su causa se nos perdonan los pecados y se nos conceden la justicia y la vida eterna. Pues Dios ha de considerar e imputar esta fe como justicia delante de sí mismo, como dice San Pablo en Romanos 3-4.

V. EL OFICIO DE LA PREDICACIÓN

Para conseguir esta fe, Dios ha instituido el oficio de la predicación[24]. Es decir, ha dado el Evangelio y los Sacramentos. Por medio de éstos, como por instrumentos, Dios otorga el Espíritu Santo, quien obra la fe, donde y cuando le place, en quienes oyen el Evangelio. Y éste enseña que tenemos un Dios lleno de gracia por el mérito de Cristo, y no por el nuestro, si así lo creemos.

Se condena a los anabaptistas* y otros que enseñan que sin la palabra externa del Evangelio obtenemos el Espíritu Santo por disposición, pensamientos y obras propias.[25]

VI. LA NUEVA OBEDIENCIA

Se enseña también que tal fe debe producir buenos frutos y buenas obras y que se deben realizar toda clase de buenas obras que Dios haya ordenado, por causa de Dios.[26] Sin embargo, no debemos fiarnos en tales obras para merecer la gracia ante Dios. Pues recibimos el perdón y la justicia mediante la fe en Cristo, como Él mismo dice: «Cuando hayan hecho todo esto, digan: Siervos inútiles somos”» (Lucas 17:10). Así enseñan también los Padres, pues Ambrosio afirma: «Así lo ha constituido Dios; que quien cree en Cristo sea salvo y tenga el perdón de los pecados no por obra, sino sólo por la fe y sin mérito»[27].

VII. LA IGLESIA

Se enseña también que habrá de existir y permanecer para siempre una santa Iglesia Cristiana, que es la asamblea de todos los creyentes, entre los cuales se predica genuinamente el Evangelio y se administran los Santos Sacramentos de acuerdo con el Evangelio.

Para la verdadera unidad de la Iglesia Cristiana es suficiente que se predique unánimemente el Evangelio con toda pureza y que los Sacramentos se administren de acuerdo a la Palabra divina. Y no es necesario para la verdadera unidad de la Iglesia Cristiana que en todas partes se celebren de modo uniforme ceremonias de institución humana. Como Pablo dice a los Efesios 4:4-5: «Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que ustedes han sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo».

VIII. ¿QUÉ ES LA IGLESIA?

Además, si bien la Iglesia Cristiana en verdad no es otra cosa que la asamblea de todos los creyentes y santos, sin embargo, ya que en esta vida muchos cristianos falsos, hipócritas y aún pecadores manifiestos permanecen entre los piadosos, los Sacramentos son igualmente eficaces, aun cuando los sacerdotes que los administran sean impíos. Es como Cristo mismo nos indica: «En la cátedra de Moisés se sientan los fariseos»* (Mateo 23:2).

Por consiguiente, se condena a los donatistas[28] y a todos los demás que enseñan de manera diferente.

IX. EL BAUTISMO

Respecto al Bautismo se enseña que es necesario; que por medio de él se ofrece la gracia, y que deben bautizarse también los niños, los cuales mediante tal bautismo son encomendados a Dios y llegan a serle aceptados.

Por este motivo se rechaza a los anabaptistas, que enseñan que el bautismo de niños es ilícito.

X. LA SANTA CENA

Respecto a la Cena del Señor se enseña que el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Cristo están realmente presentes en la Cena bajo las especies[29] de pan y vino y que se distribuyen y reciben allí. Por lo tanto, se rechaza toda enseñanza contraria.

XI. LA CONFESIÓN

Respecto a la confesión se enseña que la absolución privada debe conservarse en la iglesia y que no debe caer en desuso, si bien en la confesión no es necesario relatar todas las transgresiones y pecados, por cuanto esto es imposible. «Los errores, ¿quién los entenderá?» (Salmo 19:12).[30]

XII. EL ARREPENTIMIENTO

Respecto al arrepentimiento se enseña que quienes han pecado después del bautismo pueden obtener el perdón de los pecados toda vez que se arrepientan y que la iglesia no debe negarles la absolución. Propiamente dicho, el arrepentimiento no es otra cosa que contrición* y dolor o terror a causa del pecado y, sin embargo, a la vez creer en el Evangelio y la absolución, es decir, que el pecado ha sido perdonado y que por Cristo se ha obtenido la gracia. Esta fe, a su vez consuela el corazón y lo apacigua. Después deben seguir la corrección y el abandono del pecado, pues éstos deben ser los frutos del arrepentimiento de que habla Juan Bautista en Mateo 3:8: «Produzcan el fruto de una sincera conversión»*.

Se rechaza a los que enseñan que quienes una vez se convirtieron ya no pueden caer.[31] Por otro lado se rechaza también a los novacianos[32], que negaban la absolución a los que habían pecado después del Bautismo. También se rechaza a los que enseñan que no se obtiene el perdón de los pecados por la fe, sino mediante nuestra reparación.

XIII. EL USO DE LOS SACRAMENTOS

En cuanto al uso de los Sacramentos se enseña que éstos fueron instituidos no sólo como distintivos para conocer exteriormente a los cristianos, sino que son señales y testimonios de la voluntad divina hacia nosotros para despertar y fortalecer nuestra fe. Por esta razón los Sacramentos exigen fe y se emplean debidamente cuando se reciben con fe y se fortalece de ese modo la fe.*

XIV. GOBIERNO ECLESIÁSTICO

Respecto al gobierno eclesiástico se enseña que nadie debe enseñar públicamente en la iglesia ni predicar ni administrar los Sacramentos sin un llamamiento legítimo.*

XV. RITOS ECLESIÁSTICOS

De los ritos eclesiásticos de origen humano se enseña que se observen los que puedan realizarse sin pecado y sirvan para mantener la paz y el buen orden en la iglesia, como ciertas celebraciones, fiestas[33] y cosas semejantes. Sin embargo, se alecciona no gravar a las conciencias con esto, como si tales cosas fueran necesarias para la salvación. Sobre esta materia se enseña que todas las ordenanzas y tradiciones instituidas por los hombres con el fin de aplacar a Dios y merecer la gracia son contrarias al Evangelio y a la doctrina acerca de la fe en Cristo. Por consiguiente, los votos monásticos y otras tradiciones relacionadas con la distinción de las comidas, los días[34], etc. por medio de las cuales se intenta merecer la gracia y hacer satisfacción por los pecados, son inútiles y contrarias al Evangelio.

XVI. EL ESTADO Y EL GOBIERNO CIVIL

Respecto al estado y al gobierno civil se enseña que toda autoridad en el mundo, todo gobierno ordenado y las leyes fueron creados e instituidos por Dios para el buen orden. Se enseña que los cristianos, sin incurrir en pecado, pueden tomar parte en el gobierno y en el oficio de príncipes y jueces; asimismo, decidir y sentenciar según las leyes imperiales y otras leyes vigentes, castigar con la espada a los malhechores, tomar parte en guerras justas, prestar servicio militar, comprar y vender, prestar juramento cuando se exija, tener propiedad, contraer matrimonio, etc.

Al respecto se condena a los anabaptistas, que enseñan que ninguna de las cosas susodichas es cristiana.[35]

Se condena también a aquellos que enseñan que la perfección cristiana consiste en abandonar corporalmente casa y hogar, esposa e hijos y prescindir de las cosas ya mencionadas.[36] Al contrario, la verdadera perfección consiste sólo en el genuino temor a Dios y auténtica fe en Él. El Evangelio no enseña una justicia externa ni temporal, sino un ser y justicia interiores y eternos del corazón. El Evangelio no destruye el gobierno secular, el estado y el matrimonio. Al contrario, su intento es que todo esto se considere como verdadero Orden Divino y que cada uno, de acuerdo con su vocación, manifieste en estos estados el amor cristiano y verdaderas obras buenas. Por consiguiente, los cristianos están obligados a someterse a la autoridad civil y obedecer sus mandamientos y leyes en todo lo que pueda hacerse sin pecado. Pero si el mandato de la autoridad civil no puede acatarse sin pecado, «se debe obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hechos 5:29).

XVII. EL RETORNO DE CRISTO PARA EL JUICIO *

También se enseña que nuestro Señor Jesucristo vendrá en el día postrero para juzgar y que resucitará a todos los muertos. Dará a los creyentes y electos vida y gozo eternos, pero a los hombres impíos y a los demonios los condenará al infierno y a castigo eterno.

Consiguientemente, se rechaza a los anabaptistas, que enseñan que los demonios y los hombres condenados no sufrirán pena y tormento eternos.[37] Asimismo se rechazan algunas doctrinas judaicas, y que actualmente aparecen, las cuales enseñan que, antes de la resurrección de los muertos, sólo los santos y piadosos ocuparán un reino mundano y aniquilarán a todos los impíos.[38]

XVIII. EL LIBRE ALBEDRÍO

Se enseña también que el hombre tiene, hasta cierto punto, el libre albedrío que lo capacita para llevar una vida exteriormente honrada y para escoger entre las cosas que entiende la razón. Pero sin la gracia, ayuda u obra del Espíritu Santo el hombre no puede agradar a Dios, temer a Dios de corazón, creer, ni arrancar de su corazón los malos deseos innatos. Esto sucede por obra del Espíritu Santo, quien es dado mediante la Palabra de Dios. Pablo dice en 1ª Corintios 2:14: «El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios».

Para que se pueda apreciar que en esto no se enseña nada nuevo, se citan a continuación del tercer libro de Hipognosticon las palabras claras de San Agustín acerca del libre albedrío: «Confesamos que en todos los hombres existe un libre albedrío, porque todos tienen por naturaleza entendimiento y razón innatas. Esto no quiere decir que sean capaces de hacer algo para con Dios, por ejemplo: amar de corazón y temer a Dios. Al contrario, sólo en cuanto a las obras externas de esta vida tienen la libertad de escoger lo bueno o lo malo. Con lo ‘bueno’ quiero decir que la naturaleza humana puede decidir si trabajará en el campo o no, si comerá o beberá o visitará un amigo o no, si se pondrá o quitará el vestido, si edificará casa, tomará esposa, si se ocupará en algún oficio o si hará cualquier cosa similar que sea útil y buena. No obstante, todo esto no existe ni subsiste sin Dios, sino que todo procede de Él y se realiza por Él. En cambio, el hombre puede por elección propia emprender algo malo, como por ejemplo arrodillarse ante un ídolo, cometer homicidio, etc.».

XIX. LA CAUSA DEL PECADO

Sobre la causa del pecado se enseña entre nosotros que, si bien Dios omnipotente ha creado y sostiene toda la naturaleza, sin embargo, la voluntad pervertida –es decir, la del diablo [mal] y de todos los impíos– produce el pecado en todos los impíos y en quienes desprecian a Dios. Esta voluntad, tan pronto como Dios ha quitado la mano, se vuelve de Dios al mal, como Cristo dice en Juan 8:44: «El demonio habla mentira de lo suyo».[39]

XX. LA FE Y LAS BUENAS OBRAS

Se acusa falsamente a los nuestros de prohibir las buenas obras. Pues sus escritos acerca de los Diez Mandamientos y otros escritos ponen de manifiesto que han proporcionado buenas y útiles exposiciones y exhortaciones respecto a las profesiones y obras verdaderamente cristianas. Acerca de esto se enseñó poco anteriormente; al contrario, mayormente se recalcaban en todos los sermones obras pueriles e innecesarias, como el rezo del rosario, el culto a los santos, el monacato, peregrinaciones, ayunos, fiestas, cofradías, etc. Nuestros adversarios ya no alaban tales obras innecesarias con tanta exageración como antes. Además, han aprendido ahora a hablar de la fe, sobre la cual en tiempos pasados no predicaban absolutamente nada. Ahora enseñan que no somos justificados ante Dios solamente por las obras, sino que añaden a ello la fe en Cristo. Dicen que la fe y las obras nos hacen justos delante de Dios. Tal enseñanza posiblemente proporcione algo más de consuelo que la enseñanza de que se confíe únicamente en las obras.

Ya que la doctrina de la fe, que es la principal de la existencia cristiana, dejó de acentuarse por tanto tiempo (como es forzoso admitir), y sólo se predicaba en todas partes la doctrina de las obras, los nuestros han enseñado lo siguiente respecto a estas cosas:

Primeramente, nuestras obras no pueden reconciliarnos con Dios ni merecer la gracia, sino que esto sucede sólo mediante la fe al creer que se nos perdonan los pecados por causa de Cristo, quien es el único mediador que reconcilia al Padre. Ahora bien, quien piense realizar esto mediante las obras y merecer la gracia, desprecia a Cristo y busca su propio camino a Dios en contra del Evangelio. Sobre esta enseñanza acerca de la fe discurre Pablo abierta y claramente en muchos textos, especialmente en Efesios 2:8: «Ustedes han sido salvados por su gracia, mediante la fe. Esto no proviene de ustedes, sino que es un don de Dios; y no es el resultado de las obras, para que nadie se gloríe».

Se puede demostrar con los escritos de Agustín que no se introduce ninguna interpretación nueva con esto, quien trata este asunto esmeradamente y enseña que por medio de la fe en Cristo obtenemos la gracia y somos justificados delante de Dios y no mediante las obras, como pone de manifiesto todo su libro titulado El espíritu y la Letra.[40]

Si bien es cierto que esta doctrina es muy despreciada entre personas que no han sido puestas a prueba, no obstante, es harto consoladora y benéfica para las conciencias tímidas y aterrorizadas. Porque la conciencia no puede hallar paz y sosiego por medio de las obras, sino sólo por la fe que se persuade con seguridad de que a causa de Cristo tiene un Dios lleno de gracia, como Pablo dice en Romanos 5:1: «Justificados, entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo».*

En tiempos pasados no se enseñaba este consuelo en los sermones; al contrario, las pobres conciencias eran estimuladas a apoyarse en sus propias obras, de modo que emprendían obras de diversas clases. La conciencia impulsó a algunos a entrar en los monasterios con la esperanza de merecer la gracia por medio de la vida monástica. Otros idearon otras obras con el fin de merecer la gracia y hacer satisfacción por los pecados. Muchos de ellos experimentaron que no se lograba la paz por estos medios. Por lo tanto, era necesario predicar y recalcar diligentemente esta doctrina de la fe en Cristo para que los hombres supieran que se consigue la gracia de Dios únicamente por la fe y sin el mérito propio.

Se enseña también que en este contexto no se trata de aquella fe que también los diablos y los impíos tienen, quienes también creen la historia de que Cristo sufrió y resucitó de los muertos. Al contrario, se trata de la verdadera fe que cree que mediante Cristo obtenemos la gracia y el perdón del pecado.

Ahora bien, el que sabe que por medio de Cristo tiene un Dios lleno de gracia, éste conoce a Dios, le invoca y no vive sin Dios a semejanza de los paganos. Pues el diablo y los incrédulos no creen en este artículo del perdón de pecados; por consiguiente, son hostiles a Dios, no pueden invocarle y nada bueno esperan de Él. Por lo tanto, la Escritura se refiere a la fe, como acabamos de indicar, pero no llama fe al conocimiento que poseen el diablo y los hombres impíos. En Hebreos 11:1 se enseña que la fe no consiste solamente en conocer los relatos, sino en tener la confidente certeza de que Dios cumplirá con sus promesas.* También Agustín nos recuerda que debemos entender que en la Escritura la palabra “fe” significa la confianza en Dios, la certeza de que Él nos da su gracia, y no sólo el conocimiento de los sucesos históricos que también poseen los diablos.[41]

Además, se enseña que las buenas obras deben realizarse necesariamente, no con el objeto de que uno confíe en ellas para merecer la gracia; sino que han de hacerse por causa de Dios y para alabanza de Él. La fe se apodera siempre sólo de la gracia y del perdón de pecados. Y ya que mediante la fe se concede el Espíritu Santo, también se capacita el corazón para hacer buenas obras. Pues antes de creer, cuando no tiene el Espíritu Santo, el corazón es demasiado débil. Además está bajo el poder del diablo, que impulsa a la pobre naturaleza humana a cometer muchos pecados. Esto lo vemos en el caso de los filósofos quienes se propusieron vivir honrada e irreprochablemente. Sin embargo, no pudieron llevarlo a cabo, sino que cayeron en muchas graves transgresiones manifiestas. Así acontece cuando el hombre no tiene la verdadera fe ni el Espíritu Santo y se gobierna sólo con sus propias fuerzas humanas.

Por consiguiente, no se le ha de recriminar a esta doctrina de la fe que prohíba las buenas obras: al contrario, antes bien ha de ser alabada por enseñar que se deben hacer buenas obras y por ofrecer la ayuda con la cual realizarlas. Porque fuera de la fe y aparte de Cristo la naturaleza y el poder humanos son demasiado débiles como para hacer buenas obras, invocar a Dios, tener paciencia en medio del sufrimiento, amar al prójimo, llevar a cabo con diligencia los oficios que han sido ordenados, ser obediente, evitar los malos deseos, etc. Tales grandes y genuinas obras no pueden hacerse sin la ayuda de Cristo, como Él mismo dice en Juan 15:5: «Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en Mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer».

XXI. EL CULTO DE LOS SANTOS

Respecto al culto de los santos enseñan los nuestros que se ha de tener memoria de los santos para fortalecer nuestra fe viendo cómo ellos recibieron la gracia y cómo fueron ayudados mediante la fe. Además, debemos seguir el ejemplo de sus buenas obras, cada cual de acuerdo con su vocación. Su Majestad Imperial, al hacer guerra contra los turcos, puede seguir provechosa y píamente el ejemplo de David, ya que ambos representan el oficio real, que exige la defensa y protección de sus súbditos. Pero no se puede demostrar con la Escritura que se deba invocar a los santos e implorar su ayuda. «Hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre» (1ª Timoteo 2:5). Él es el único Salvador y el único Sumo Sacerdote, propiciador e intercesor ante Dios (Romanos 8:34). Y sólo Él ha prometido oír nuestra oración. De acuerdo con la Escritura, el culto divino más excelso es buscar e invocar de corazón a este mismo Jesucristo en toda necesidad y angustia: «Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el Justo», etc. (1ª Juan 2:1).

Esta es casi la suma de la doctrina que se predica y se enseña en nuestras iglesias para instruir cristianamente y consolar a las conciencias y para mejorar a los creyentes. No quisiéramos poner en sumo peligro nuestras propias almas y conciencias delante de Dios por el abuso del nombre o la palabra divina, ni deseamos legar a nuestros hijos y descendientes otra doctrina que no concuerde con la Palabra divina pura y la verdad cristiana. Puesto que esta doctrina está claramente fundamentada en la Sagrada Escritura y no es contraria a la iglesia cristiana universal, tampoco a la iglesia romana; hasta donde su enseñanza se refleja en los escritos de los Padres, opinamos que nuestros adversarios no pueden estar en desacuerdo con nosotros en cuanto a los artículos arriba expuestos. Por lo tanto, quienes se proponen apartar, rechazar y evitar a los nuestros como herejes, actúan despiadada y precipitadamente y contra toda unidad y amor cristianos; y lo hacen sin fundamento sólido en el mandamiento divino o en la Escritura. En realidad, la disensión y la disputa se refieren mayormente a ciertas tradiciones y abusos. Ya que no hay nada infundado o defectuoso en los artículos principales, siendo esta nuestra confesión piadosa y cristiana, los obispos en toda justicia deberían mostrarse más tolerantes, aunque nos faltara algo respecto a la tradición; si bien, esperamos exponer razones bien fundadas por las que se han modificado entre nosotros algunas tradiciones y abusos.

Introducción Artículo XXII - Conclusión

Notas al pie


[1] El texto latino: en los escritos de una u otra parte.

[2] Aquí se reproduce el lenguaje usado por el auto de comparecencia imperial.

[3] La dieta, o asambleas parlamentarias del imperio, consistían en siete príncipes que se llamaban “electores” de los demás príncipes y de los representantes de las ciudades libres. Estos “electores” elegían al Emperador.

[4] El príncipe elector de Sajonia y el Langrave Felipe de Hesse llegaron a Augsburgo antes del emperador. El landgrave fue un título nobiliario usado en el Sacro Imperio Romano Germánico que ejercía derechos de soberanía sobre una extensión de tierra, tratando directamente con el Emperador; su poder de decisión era comparable al de príncipe.

[5] En la apertura de la dieta el 20 Junio de 1530.

[6] Ya casi al fin de la dieta la presentación se pospuso del viernes (24 de Junio) al sábado (25 de junio).

[7] El texto latino añade: “no sólo una vez, sino muchas veces”.

[8] La asistencia fue pobre y poco se logró en la Dieta de Ratisbona en 1527.

[9] La paz de Barcelona (1529) fue seguida de una alianza (1529) y la coronación del emperador en febrero de 1530.

[10] El texto latino: “Si el resultado fuese tal que estas diferencias entre nosotros y el otro lado no se resolviesen amigablemente”.

[11] Los títulos de algunos artículos de la Confesión fueron insertados en el año 1533 y después.

[12] Vid, la introducción histórica al Credo Niceno.

* En la teología trinitaria se refiere a las “personas de la Trinidad” como a tres “hipóstasis”, término de origen griego usado como equivalente de “ser” o “personalidad”. Así Dios Trino es de una sola substancia divina indivisible, pero se manifiesta a través de tres “personalidades” que son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

[13] Este significado de persona se dirige contra el modalismo, según el cual las tres personas de la Trinidad son sólo “modos” por los cuales se manifiesta la esencia divina.

[14] Los maniqueos constituían una secta fundada por Manes en Persia en el siglo III d.C. Enseñaban un dualismo extremo.

[15] Los valentinianos eran gnósticos del siglo II d.C. Enseñaban que hay treinta eones o dioses y que las personas de la Trinidad eran emanaciones de tales eones.

[16] Los arrianos eran seguidores de la doctrina de Arrio, en el siglo IV d.C. Él enseñó que el Hijo de Dios era una criatura y que “había un tiempo en que el Hijo no existía”, es decir, sostenía la humanidad de Jesús disminuyendo su divinidad.

[17] Los eunomianos eran los seguidores de Eunomio, obispo de Cizico en Misia, durante el siglo IV d.C. Representaban un arrianismo estricto y radical.

[18] Los mahometanos (o musulmanes) seguidores de Mahoma desde el siglo VI d.C. recalcan drásticamente la unidad de Dios y niegan la Trinidad. Los reformadores del siglo XVI con frecuencia se referían al Islam en términos de ser una herejía antitrinitaria.

[19] Los samosatenses eran los discípulos de Pablo de Samosata, Obispo de Antioquía, en el siglo III d.C. Él enseñó que el hombre Jesús era inspirado por el Logos (verbo) impersonal y que existía “en cierta unidad con Dios”. Tal unidad, sin embargo, era sólo de carácter moral.

[20] Los samosatenses modernos eran espiritualistas antitrinitarios del siglo XVI. Entre ellos figuraban Juan Campanus y Hans Deck.

[21] Los pelagianos eran los seguidores de Pelagio, quien a principios del siglo V d.C. negó el pecado original y enseñó que el ser humano puede salvarse usando su libre albedrío, auxiliado por la gracia divina.

[22] Según los reformadores del siglo XVI, tanto los teólogos escolásticos (como Tomás de Aquino y Duns Escoto) como Zwinglio enseñaban conforme a la doctrina pelagiana.

* En este contexto se entiende el “pecado original” como el reconocimiento de un pecado esencial que cada uno posee; es decir, que nacemos en pecado y que no es algo que uno adquiera, sino es parte de nuestro “ser” humano. Lo único que nos hace justos ante Dios es la fe en Cristo crucificado y resucitado, no nuestras obras como se creía en el Medioevo.

[23] De acuerdo con la formulación adoptada por el Concilio de Calcedonia en 451 d.C.

* Por “diablo” se entiende a las tentaciones al mal o lo que nos conduce al mal, del griego” diábolos” (= lo que te lanza lejos de Dios). No se entiende hoy como una entidad o personalidad, sino como la tentación misma de cada ser humano.

[24] Predigtamt: El texto de este artículo muestra que los reformadores no concebían el oficio de la predicación o el ministerio en términos únicamente clericales.

* El nombre “anabaptista” o “anabautista” proviene del idioma griego y significa “rebautizar” o “bautizar de nuevo”. Ellos consideraban inválido el bautismo infantil, en cuanto abogan por el bautismo de creyentes adultos como un símbolo de fe, la cual no manifiesta un bebé. Fueron rechazados tanto por Católicos como por Protestantes antes, durante y después de la Reforma del s. XVI. De esta línea provienen algunas iglesias evangélicas como bautistas o menonitas.

[25] El nombre anabaptista comprende a numerosos y diversos sectarios de la época de la Reforma, que enseñaban que los niños no deben bautizarse hasta que lleguen a la “edad de la razón”. En este artículo, empero, se hace referencia a sus tendencias “espiritualistas”, según las cuales el Espíritu Santo desciende sobre los hombres sin hacer uso de medios externos. Para recibir el Espíritu, según ellos, le es necesario al hombre “vaciarse”. Tales enseñanzas eran propagadas por hombres como Sebastián Franck, Gaspar Schwenkfeld y Tomás Münzter.

[26] Contra las obras no ordenadas por Dios que se detallan luego en el Art. XX y Art. XXVI.

[27] En la época de la Reforma estas palabras se atribuían a Ambrosio, Obispo de Milán (339-397 d.C.). Ahora sabemos que forman parte del comentario sobre 1ª Corintios 1:4 escrito por Ambrosiaster, el nombre dado por Erasmo al autor desconocido de comentarios latinos sobre las trece Epístolas del apóstol Pablo.

* «Entonces Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos: “Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés; ustedes hagan y cumplan todo lo que ellos les digan, pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen. Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo. Todo lo hacen para que los vean… Que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”» (Mt 23:1-12).

[28] Los donatistas eran un grupo riguroso de la iglesia africana a principios del siglo IV d.C. Negaban la validez del ministerio de los obispos que habían apostatado en la persecución del Emperador Diocleciano. Se llamó apóstatas a quienes de alguna manera u otra negaban su fe para salvar su vida de la persecución romana.

[29] La Confutatio de los teólogos romanos entendió que este artículo enseñaba la transubstanciación, la cual, no obstante, era negada por Melanchton. A diferencia de la teología de la “transubstanciación” católicorromana en donde se entiende que en la Institución de la Eucaristía el pan y el vino cambian de sustancia pasando a ser verdadero cuerpo y sangre substancial de Cristo; es decir, ya nunca más serán pan y vino, porque son cuerpo y sangre de Cristo (de ahí que se guardan las ostias consagradas en un “sagrario”) En teología luterana, se establece que en la Institución de la Eucaristía hay una “consubstanciación” en donde el Espíritu Santo obra para que a los ojos de la fe, ese pan y ese vino sean para la Comunidad presente, verdadero cuerpo y sangre de Cristo; pero no dejan de ser pan y vino, aunque en ellos recibimos “con, bajo, en y alrededor del pan y el vino” el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Cristo.

[30] El Concilio Laterano de 1215, cap. 21, exige la confesión de todos los pecados. La doctrina de la Confesión de Augsburgo respecto a la confesión se condenó en el Concilio de Trento (ses. XIV, can. 7). Compárese el Art. XXV abajo. Muchos protestantes se equivocan al pensar que la Reforma abolió la confesión personal; todo lo contrario. Se insistió una y otra vez en que se continúe con la confesión personal ante el sacerdote, mas ya sin penitencia ni condena por parte del mismo, en cuanto se comprende que el mismo vivir arrepentido tratando de enmendar los errores, es suficiente penitencia para todo cristiano de verdad.

* Contrición es el verdadero arrepentimiento de una obra cometida; es cuando nos damos cuenta que realmente somos pecador, que hemos pecado y que necesitamos del perdón de Dios. La contrición refiere al arrepentimiento de una culpa cometida, y al dolor y pesar por haber ofendido a Dios (RAE). Debe ser el fundamento de toda sincera conversión en la fe. Es reconocerse como pecador y arrepentirse de corazón; ser consciente de nuestra condición pecadora con la disposición de trabajar para mejorar.

* O también: «Produzcan frutos dignos de arrepentimiento» (RV95).

[31] Así enseñó, por ejemplo, el teólogo anabaptista alemán Hans Denck (1495-1527).

[32] Los novacianos eran un grupo riguroso en Roma de mediados del siglo III d.C. que negaba la readmisión a la iglesia de quienes habían cometido pecados graves.

* El término “Sacramento” viene de la antigua Roma, en donde el “sacramentum” era un pacto solemne que se realizaba entre un amo y su servidor, o entre un maestro y su discípulo. Este pacto indeleble se basaba en la fidelidad; en primer lugar del amo para con su servidor, y en segundo, del servidor hacia su amo. Así, el sacramento implicaba una alianza inquebrantable basada en la fidelidad, confianza y en el provecho mutuo. Era un pacto “sagrado”. Los Sacramentos tienen su fundamento en Dios mismo y no, en las necesidades de las personas. Es un don especial de fe que nos ofrece Dios y lo hace sólo por gracia, es decir, porque Él quiere y sin que nosotros lo merezcamos. Así, lo único que hacemos los cristianos es recibirlos con fe, alegría y en Comunidad. Hay dos muestras únicas de ese maravilloso don de Dios que son el «Bautismo» y la «Santa Cena» (o también Comunión o Eucaristía).

* Un “llamamiento legítimo” se refiere a que todos los que prediquen la Palabra de Dios dentro y fuera de la iglesia deben estar preparados para ello y gozar del “llamado” de la Comunidad para hacerlo; recibiendo el mandato de Jesús a través del sacerdocio o pastorado ordenado, o de algún otro tipo de servicio en la iglesia.

[33] Para el año 1530 muchas fiestas de los santos habían sido abolidas entre los adherentes a la reforma de Lutero, y la mayor parte de los días de los apóstoles habían sido transferidos a los domingos siguientes; no obstante, muchas de las fiestas del año eclesiástico se retuvieron.

[34] Los días de ayuno impuestos por la iglesia de Roma.

[35] Entre los anabaptistas había, de hecho, diferencias de opinión respecto al estado, el matrimonio, el comercio, etc., pero algunos de ellos sí adoptaron la postura negativa que aquí se describe.

[36] El monasticismo, y también algunos anabaptistas, encarnaron esta idea de la perfección cristiana. Ver también Art. XXVII abajo.

* La “segunda venida de Cristo” se conoce también como “parusía”. Se destaca que es en esta vuelta de Jesús al mundo donde se dará la resurrección de los vivos y de los muertos. Es en la parusía que Cristo viene a “juzgar” al mundo “justificando” a los creyentes, despertándolos de la muerte para llevarlos a la Vida Eterna en comunión con Dios. Así, «el justo vivirá por su fe» (Romanos 1:17), entendiendo que por la fe recibimos la justicia de Dios que nos, perdona, salva y lleva a la Vida Eterna gracias a la obra de Cristo en la Cruz y a nuestra fe en Él. «Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo» (Juan 3:13); «Cristo, es el primero de todos [en resucitar], luego, aquellos que estén unidos a él en el momento de su Venida» (1 Corintios 15:23); «Cuando se manifieste Cristo, que es nuestra vida, entonces ustedes también aparecerán con él, llenos de gloria» (Colosenses 3:4).

[37] Los teólogos anabaptistas alemanes Melchior Rinck (1493-1551) y Hans Denck sostuvieron esta posición.

[38] El ex-anabaptista Agustín Bader de Augsburgo, que fue ejecutado en Stuttgart el 30 de marzo de 1530, fue incitado por Hans Hut y algunos judíos de Worms a esperar el advenimiento del milenio durante la Pascua de Resurrección de 1530.

[39] Este artículo es una respuesta a la Tesis N°86 de las 404 de Juan Eck, en la cual atacó a Melanchton la enseñanza de que Dios es el autor de todo cuanto sucede, sea bueno o sea malo. El texto ampliado dice: «Si Dios fuera su Padre, ustedes me amarían, porque yo he salido de Dios y vengo de él. No he venido por mí mismo, sino que él me envió. ¿Por qué ustedes no comprenden mi lenguaje? Es porque no pueden escuchar mi palabra. Ustedes tienen por padre al demonio y quieren cumplir los deseos de su padre. Desde el comienzo él fue homicida y no tiene nada que ver con la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando miente, habla conforme a lo que es, porque es mentiroso y padre de la mentira. Pero a mí no me creen, porque les digo la verdad» (Juan 8:42-45). Una vez más se refiere al “diablo” o “demonio” como la tentación al mal que cada uno lleva consigo al ser inherentemente pecadores. De ahí que debemos luchar contra esa tentación para que prevalezca la Palabra y la Voluntad de Dios en el mundo y en la Iglesia.

[40] De spiritu et litera, 19,34.

* Es importante destacar, como la misma Confesión lo hace, que la justificación de Dios no sólo nos hace recibir el perdón y la Vida Eterna, sino también nos hace estar en paz con Dios, con nuestros prójimos y con nosotros mismos, a pesar de nuestras “deudas” de amor y caridad para con Dios y su creación. Si esta paz no llega a nuestros corazones, entonces no estamos viviendo la justicia de Dios como corresponde. Como cristianos buscamos esa paz que sólo viene de Dios y somos llamados a vivirla y compartirla en Comunidad.

* Hebreos 11:1: «Ahora bien, la fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven».

[41] Tract. In Ep. Joh. Ad Parth (Homilías sobre la Epístola de Juan a los Partios), X, 2. Seudo-Agustín, De cognitione verae vitae, 37.